Sobre su techo,
hay incrustada una bala de cañón. Junto a una de sus puertas, hubo una argolla
dando asilo. Y en una zona cercana al campanario, un muerto “despertó”. Tan
excepcionales sucesos de la vida real son parte de recuerdos históricos y anécdotas
de la Basílica Catedral de Santo Domingo, en la Ciudad Colonial. Este templo de
la capital dominicana es el “corazón del centro histórico”, como atinadamente
lo califica el Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez.
Construida en el
siglo XVI en estilo gótico tardío, fachada plateresca e interior con tres naves
(la del medio un poco más alta), posee una torre de campanario rematada en
ladrillo, que no guarda estricta relación con el conjunto, por haber sido añadida
posteriormente. Las primeras campanas que tuvo el templo fueron robadas en 1586
por el corsario Francis Drake. Se decía que de uno de sus ataques procede la
bala de cañón enquistada en el techo de la Catedral, sobre la bóveda. Muchos
otros pareceres, sin embargo, desmienten esa tesis. Su procedencia es, por
tanto, desconocida.
Aparte del uso
religioso dado a las campanas, estas han repicado en otras circunstancias
sumamente especiales. Una de ellas, según escribe Virginia Flores Sasso, a una
hora nocturna en 1691: “Desde las 2:00 de la mañana, por la victoria de la
batalla de Limonal”. De las cinco campanas actuales, tres de ellas están fácilmente
visibles por estar colocadas de frente hacia la calle Arzobispo Meriño. Las
otras dos no se observan directamente. La de mayor tamaño es además la más
antigua, fundida en Santo Domingo en 1433: es la Vacante, así conocida porque
solo era tocada al quedar vacante la Silla Episcopal y las Dignidades del
Cabildo.
En fechas
religiosas de épocas pasadas, el inmenso espacio exterior que conforma el atrio
rodeado de un muro almenado, se convertía en escenario de espectáculos de
danza, música, teatro… Memorable fue un montaje dirigido por el canónigo Cristóbal
de Llerena, en Corpus Christi, en el que participaron ocho jóvenes universitarios:
un entremés satírico que interpretaba el malestar del pueblo, ante la ostentación
de lujo de los dignatarios gubernamentales. Percatándose las autoridades
asistentes del doble sentido de la pieza, hicieron detener a Llerena, quien fue
conducido hasta el puerto y desterrado.
(Durante la dominación
haitiana, en el siglo XIX, el atrio sirvió de mercado público). De espaldas a
la antigua Plaza Mayor (hoy Parque Colón), en el atrio de la Catedral (el
templo está dedicado a la Anunciación de la Virgen María o Santa María de la Encarnación,
según señala Fray Vicente Rubio), se levanta un busto en bronce del Santo Padre
Juan Pablo II, quien visitó el país (Rep. Dominicana) en tres ocasiones: 1979,
1984 y 1992.
En este templo,
considerado el monumento más importante de la Ciudad Intramuros, hubo en un
tiempo una argolla junto a la entonces llamada Puerta del Perdón. Toda persona
perseguida que llegaba hasta allí, recibía automáticamente el asilo de la
iglesia si lograba tocar y agarrar la argolla. Testigo de numerosos
aconteceres, la Catedral fue escenario de un suceso excepcional, descrito por
el expresidente de la República, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, en
Narraciones Dominicanas: “El muerto que recordó”. (El verbo recordar
acostumbraba usarse como sinónimo de despertar). Aquí lo resumo: Corre el año
1790 cuando un hombre con rigidez cadavérica es encontrado en los primeros
albores por el campanero, cerca de la Puerta del Perdón. Terminada la misa, un canónigo
comprueba que “Non respirat”. Pero no es sino a las 5:00 de la tarde cuando,
para darle sepultura, el alcalde se acerca al cura. La Cofradía de los Dolores
ofrece pagar veinticinco maravedíes al sepulturero, para un entierro sin ataúd en
el cementerio aledaño a la iglesia (donde hoy se extiende la recoleta Plazoleta
de los Curas). Como ya era la hora del toque de oración del Ángelus vespertino,
la inhumanación se dejó para el día siguiente.
Cuando a la
mañana asoman las luces, el cura semanero de la catedral escucha una voz: “Yo
no estoy muerto. Tú no puedes enterrarme. Que me suelte le digo”. El
sepulturero dice al sacerdote: “Que yo no sé si estaba vivo y se hace el
muerto, o está muerto y se hace el vivo, pero yo lo entierro. Yo no pierdo mis maravedíes.
Anoche lo dejé muerto acostado y ahora después que abrí el hoyo se sentó y
pretende que está vivo”. Se supone que el hombre, quien finalmente quedó libre
para marcharse, posiblemente sufría de catalepsia.
*Texto extraído:
Brusiloff, Carmenchu “Anécdotas de la Catedral”. Revista Ritmo Social, sección
Ritmo Cultural. No. 500. 23 junio-7 julio 2012, pp. 75-76.- /Fotos: Julio Cesar Peña